Artículo publicado en Forum Libertas. 25 de noviembre de 2016.
No es difícil percibir que el asunto de la homosexualidad ha trascendido el ámbito de la Psicología para escorarse en una reivindicación política –persecución de nuevos “derechos”-. Pero esta lucha política no es sino el síntoma de un problema mucho más de fondo de la sociedad: el papel que se concede a la afectividad y a la sexualidad.
Según Viktor Frankl, fundador de la llamada tercera escuela vienesa de psicoterapia, nunca como ahora ha habido tanta liberación en la práctica de la sexualidad. Freud basó sus estudios sobre la neurosis en la represión sexual del puritanismo del s. XIX. Sin embargo, la liberación sexual de mediados del s. XX no disminuyó la ansiedad sexual analizada por Freud, sino que la aumentó. Para Viktor Frankl esta búsqueda obsesiva de placer es, en realidad, un mecanismo de defensa ante la frustración en la búsqueda de sentido: el placer sexual, vivido desde la ansiedad, es la compensación al fracaso en la realización del amor en sus dimensiones más profundas. Si su diagnóstico es cierto, deberíamos encontrar en nuestra sociedad una relación proporcional entre falta de sentido e hipersexualismo. Pues bien, resulta sintomático de esta falta de sentido la evolución del índice de suicidios de nuestro país: en los años 80 en España, el número de muertes por accidentes de tráfico triplicaba el número de suicidios. El acierto de determinadas campañas de tráfico logró disminuir tales cifras de mortandad desde los 8.218 casos de 1.989, hasta solo 3.030 en el año 2.008. Pero en el mismo periodo de tiempo el número de suicidios aumentó desde 2.500 hasta 3.457, superando a las muertes por tráfico y alcanzando en nuestros días casi los 4.000 casos. La cifra es más inquietante si se tiene en cuenta que, por cada caso logrado de suicidio se estiman veinte intentonas fallidas. Es decir, los poderes públicos lograron disminuir los riesgos del tráfico de modo semejante a los riesgos de la salud con la ley antitabaco… pero no parecen haber tenido el mismo éxito en alcanzar el bienestar moral de la población. La falta de sentido ha aumentado en nuestra sociedad acorralada por su hastío y su desesperación. ¿Por qué se ha perseguido el consumo del tabaco mientras se diseñaban campañas que estimulaban la práctica del sexo entre los jóvenes? ¿Por qué se han realizado campañas de tráfico y campañas contra el tabaco que incluían imágenes impactantes y no se ha hecho lo mismo respecto de la práctica del sexo indiscriminado?
El diagnóstico de Frankl parece ser la respuesta: el sexo se convierte en la “compensación estatal” a la crisis de sentido: por eso es necesario proteger su consumo. Se ocultan sus consecuencias psíquicas y se reducen sus efectos a mera cuestión de higiene –campañas sobre el preservativo–. Y se quiebra con ello la necesaria vinculación entre sexualidad y amor. En este contexto resulta necesario hostigar a quien discrepe de esta estrategia, como es el caso de la Iglesia Católica.
El amor ha dejado de ser una promesa de plenitud para convertirse en una mueca deforme, en un objeto de consumo. Cuántos jóvenes de nuestra sociedad (muchos de ellos ni-ni: sin proyecto, sin futuro… sin sentido) sufren el drama de vivir el amor como frustración: “hacen el amor”, SIN AMOR. Pero esta sexualidad no es sino la válvula de escape de un fracaso existencial; del mismo modo que lo es el alcohol. Una válvula de escape que la sociedad no está dispuesta a perder: la rabia con la que los jóvenes protestan cuando se les restringe el botellón, es directamente proporcional al vacío ante el sentido de su vida.
Por esta misma razón, la sociedad ha pasado de la criminalización de la homosexualidad a la criminalización de los psicólogos que aceptan ayudar a una persona homosexual que desea revertir su orientación sexual –así la reciente ley madrileña contra la LGTfobia. El despropósito fundamental de esta ley radica en confundir el sano y necesario respeto por la libre elección de la sexualidad, con la apología e imposición de la forma de pensar de un grupo de personas. Pues sus promotores ni siquiera representan a todas las personas homosexuales, ya que excluyen a los homosexuales egodistónicos: no todas las personas homosexuales defienden la concepción de la sexualidad del lobby LGTBI, como también es cierto que muchas personas heterosexuales sí la defienden.
Sin embargo, sí tienen razón en algo: ni la criminalización, ni la cruel estigmatización que han sufrido desde el pasado, hacen justicia a la condición de la persona homosexual. Quienes las realizan pretenden situarse en una superioridad moral o psíquica e ignoran hipócritamente las limitaciones de muchos comportamientos no homosexuales. Tenía razón Zerolo cuando, respondiendo a la crítica a la promiscuidad sexual de personas homosexuales, denunciaba el aumento de la demanda de prostitución entre los heterosexuales. Pero es que, precisamente, ambas situaciones (promiscuidad del homosexual y consumo de la prostitución en el heterosexual) delatan el problema de base que denunciara Viktor Frankl: que la ansiedad sexual es síntoma de una frustración más profunda.
Los políticos que han sido capaces de redactar una ley como la de la comunidad de Madrid lo hacen porque sienten el respaldo de una sociedad que acepta cualquier forma de afectividad. Y no me refiero a cuestionar la que se da entre personas homosexuales, sino la que se da entre cualquier persona. Pues del mismo modo que no se puede confundir atracción erótica con enamoramiento –y esto lo entienden hasta los adolescentes– tampoco se puede confundir emotividad con amor: y esto parece que buena parte de nuestra sociedad lo ignora, como ya advirtiera Erich From en El arte de amar. Pues el amor, en su dimensión profunda, trasciende los impulsos eróticos tanto como los impulsos meramente emocionales, para alcanzar las facultades superiores de nuestro psiquismo: entendimiento y voluntad. Por eso no se puede entender el amor como un acto no libre, como un acto en el que la libertad está restringida por la dependencia emocional… que tantas personas padecen. Sí: no es un amor maduro el de tantos que “necesitan” del otro para sentirse amados. El amor es la plenitud de un proceso de madurez y esto no se logra ni en buena parte de matrimonios heterosexuales (basta conocer el porcentaje de matrimonios que fracasan) ni en la mayoría de las relaciones homosexuales (un varón homosexual tiene relaciones con 39 personas distintas como media a lo largo de su vida). E insisto que no son ellos, las personas homosexuales, las que tienen el monopolio de una inmadurez afectiva: en una encuesta entre chicas adolescentes heterosexuales en EEUU, el 85% de las que declaraban haber tenido relaciones sexuales a su edad, reconocían que tenían una relación conflictiva con su padre.
Plantear la afectividad homosexual como modelo a conocer y valorar desde la escuela –como pretende la ley de la comunidad de Madrid violando la libertad de educación consagrada por la Constitución- es tan desatinado como echar sobre las personas homosexuales la culpabilidad de todas las deficiencias afectivas de la sociedad, a modo de chivo expiatorio. Hace falta una perspectiva más seria que reconozca nuestra torpeza a la hora de crecer en lo que, en definitiva, supone la suma y plenitud de toda la psicología humana: el amor. Pues nuestra sociedad, y el mundo, se apaga por falta de amor, de un amor profundo que no se debería atascar en modos incompletos (de heteros o de homos). Que no se debería cegar en no querer reconocer los propios límites psíquicos –como sucede con el homosexualismo político-, ni se debería empeñar en condenar los límites de otros sin tener en cuenta las propias insuficiencias, como sucede con el integrismo.
Fernando López Luengos es doctor en Filosofía, profesor de Educación Secundaria en la Enseñanza Pública.