Desconectar de las pantallas, el nuevo lujo de las élites

 

El estar desconectado empieza a ser tendencia entre algunos, los millonarios de Silicon Valley optan por vetar su tecnología a sus hijos

En abril de 2010 se vendió el primer iPad invento que, para su creador, Steve Jobs, equivalía “a tocar internet con las manos”. Las posibilidades del iPad parecían infinitas y pronto se aplicaron a la educación donde, si el ordenador portátil ya era “lo más”, la tableta iba a ser lo siguiente. Un nuevo y exquisito caramelo que, como sucede con las modas, se degustó primero entre las élites.

En los colegios privados las clases trufadas de pantallas se mostraban con orgullo en los días de puertas abiertas. Y los progenitores cuyos hijos iban a centros donde había: “¡Un iPad por alumno!” se pavoneaban ante los menos afortunados. La tableta servía para “todo”: dibujar, ver videos, grabar y editar, hacer fotos, leer, descargarse aplicaciones… El futuro estaba al alcance de sus privilegiados retoños.

Las pantallas, sin embargo, no tardaron en llegar a los centros concertados y públicos. Evitar la brecha digital se convirtió hasta en un compromiso electoral. Nadie quería quedarse atrás en la conquista del acceso las pantallas. Un objetivo que se ha cumplido con creces: hoy son ubicuas.

Pero, mientras en España el móvil de última generación es el regalo estrella de la comunión, en Silicon Valley los hijos de las élites se están educando en escuelas cuyo principal reclamo es, precisamente, la ausencia de pantallas. Por lo menos, hasta Secundaria.

“Estoy convencida que el diablo vive en nuestros teléfonos y está causando estragos entre nuestros hijos”, explicaba en el New York Times Athena Chavarria, que trabaja en la fundación de Mark Zuckerberg, creador de Facebook. Chavarria que no dejó que sus hijos tuvieran móvil hasta los 14 años, no permite su uso en el coche y controla los tiempos de exposición en casa. En el mismo diario, Chris Anderson, ex editor de la revista tecnológica Wired, equipara las pantallas a la cocaína.

Sabe perfectamente que las aplicaciones que soportan son altamente adictivas. Que están diseñadas para que el usuario genere dopamina, la hormona que alimenta el llamado circuito de recompensa. “Pensamos que podríamos controlarlas pero superan nuestra capacidad. Van directamente a los centros de placer del cerebro en desarrollo”, resume. Entre las normas tecnológicas que aplica a sus cinco hijos está el suprimir el wifi en caso de mal comportamiento. Si no hace mucho se castigaba a los hijos sin postre, ahora se les castiga sin wifi.

En Silicon Valley, las reticencias a la exposición precoz a las pantallas empezaron desde lo alto: los Gates no permitieron que sus hijos tuvieran móvil hasta la adolescencia y el consejero delegado de Apple, Tim Cook, aseguró que no permitiría que su sobrino se uniera a las redes sociales. Steve Jobs, por su parte, no dejó que sus hijos se acercaran a un iPad.

Hay varias razones por la que los artífices de la revolución digital protegen a sus criaturas de la misma. La primera es la preocupación, fundamentada, sobre la incidencia en su desarrollo. Cada vez hay más datos contrastados que las pantallas son un problema. La adicción que generan desemboca en problemas de concentración, de vista, déficit de sueño, baja tolerancia a la frustración e incluso, baja autoestima.

Un estudio en curso del Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos está revelando que el cerebro experimenta “cambios significativos” si el crío pasa más de siete horas diarias frente a la pantalla. La doctora Dowling, una de sus responsables, explicó a la CBS que “hay un patrón” en los cerebros de estos niños. El córtex, la capa cerebral que procesa la información procedente de los sentidos, parece estar adelgazándose prematuramente.

Y, como explican desde la web del Hospital de Sant Joan de Déu: “Una persona que tiene el córtex frontal encogido y una densidad de sustancia gris más baja, se vuelve más impulsiva, es más propensa a comportamientos adictivos, es más agresiva y no toma decisiones tan acertadas, porque su capacidad para hacer encadenamientos lógicos está alterada”. También hay evidencia que los niños que pasan más de dos horas al día frente a cualquier tipo de pantalla tienen notas más bajas en las áreas relacionadas con el lenguaje y el razonamiento.

Ante este panorama, las alarmas se han disparado en Silicon Valley. No en vano, es allí donde empezó todo y donde se dispone de la información más privilegiada. Así, en menos de una década se ha pasado de alardear que el niño de tres años ya domina el iPad a alardear de lo contrario. En lo que podría calificarse de tremenda hipocresía, los hijos de los principales responsables de que el mundo esté hiperconectado se crían sin conexión.

Pero no todo son razones de salud y desarrollo cognitivo. Detrás de esta tendencia hay también razones de diferenciación social. Cuando una abrumadora mayoría ya tiene acceso a las pantallas (en Estados Unidos el 98% de los hogares están conectados, en España, el 85% de la población tiene móvil), criar niños sin acceso a ellas se ha convertido en otro signo de estatus. En el competitivo mundo de la crianza, los niños “screen-free” son especiales: “Mis hijos no han visto nunca una película”, explicaba, orgullosa, una madre. “Son diferentes. Nada que ver”.

El problema es que suelen ser los más ricos los que pueden permitirse este nuevo lujo. No es lo mismo tener una niñera que, por contrato, no puede utilizar el móvil (como sucede en Silicon Valley), que ser padres trabajadores o familias monoparentales, que no dan abasto. Progenitores que descubren, no sin perplejidad, que ese móvil que le regalaron a su hijo o esa clase de código informático a la que le apuntaron con seis años —porque eran “el futuro”—, ahora son perjudiciales.

En los centros privados de Silicon Valley prometen cero tecnología, pizarras, tizas, manualidades y juego al aire libre, sin estructurar. Mientras los niños más desfavorecidos se enganchan a sus pantallas como si fueran comida basura, los hijos de las élites están redescubriendo el patrimonio de la infancia: el juego. Un derecho reconocido por las Naciones Unidas, con beneficios incontables.

La desconexión como nuevo signo de estatus no solo se da entre los más pequeños. En el mundo del marketing se asegura que el estar “off line” es la nueva marca de diferenciación. Si hace poco mandar un mail con la coletilla “enviado desde mi iPhone” implicaba poder, ahora el poder implica lo contrario: no responder. “Si estás en la cúspide de la jerarquía, no tienes por qué dar explicaciones a nadie. Te las tienen que dar a ti”, afirma en el New York Times Joseph Nunes, especialista en “marketing de estatus”. En el reportaje, titulado “Contacto humano, el nuevo lujo”, se explica que el estar conectado se está volviendo más y más vulgar.

Las élites tampoco necesitan dar al “me gusta” y regalar así sus datos a Google y Facebook. Saben que en internet, donde supuestamente impera el todo gratis, los datos de los usuarios son la moneda de cambio y no piensan entrar en el juego. Pero los pobres o la cada vez más ahogada y enganchada clase media, no tienen la capacidad de evitarlo.

El mundo del marketing ha detectado que hoy la aspiración de las élites es… el mundo real. Y en el mercado gigantesco e ilimitado de las “experiencias”, el contacto humano es la última moda. En el citado reportaje del Times, Milton Pedraza, consejero delegado de The Luxury Institute —especializado en “lujo emocionalmente inteligente”—,  explica que la tendencia entre los ricos es gastar en experiencias reales y personalizadas. Así lo resumen en su último informe: “Mientras gigantes como Amazon y Walmart buscan la automatización y la despersonalización, la industria del lujo debe apostar por una humanización profunda. El del lujo es el mundo más preparado para enseñar a otras industrias el valor de los vínculos y la conexión humana”.

El universo on-line se ha vulgarizado: es para los que no tienen tiempo, ni recursos. Hoy es mucho más barato chatear por WhatsApp que tomar un café con un amigo. Navegar por un campo de amapolas en Instagram que pasear por un campo de amapolas en primavera. Jugar con cubos virtuales que con cubos de madera. Ver una película en streaming que ir al cine. Tanto para los niños como para los adultos, la vida real es cada vez es más exclusiva. Implica tener imaginación, atención, recursos y, especialmente, tiempo. Un factor que internet y las aplicaciones, diseñadas para ser altamente adictivas, nos roban de forma eficaz.

 

Publicado en La Vanguardia